Hoy viajaba en el metro y una chica,
joven y española, comentaba, muy bajito y casi tartamudeando, que hace 5 meses
se quedó sin padres y tiene un hermano de 7 años. Vive con una paga de 300
euros que no le da para salir adelante los dos. Ha hecho gestiones, pero la
solución que le ofrecen, es dejar a su hermano en centros de acogida. Como ella
no quiere separarse de él nos dice que prefiere pedir antes que se lo quiten.
Ante esta llamada, tímida, temblorosa y tan poco comercial la
respuesta fue UNA GRAN GENEROSIDAD… gracias, gracias, gracias decía una y otra
vez la joven.
Si esto hacemos los hombres, como
decía Jesús, siendo malos, ¡cómo no va a escucharnos el corazón tiernísimo de
nuestro Dios!, “escucha las súplicas del oprimido”, dice la primera lectura de
mañana. Pero, ¡claro! Es preciso hacerse pequeño, muy pequeño, para mendigar. Y
esto, ¡cómo cuesta!
“Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de
sus angustias”, nos sigue
diciendo el Salmo 33. Está el riesgo de quedarnos confundidos, abatidos y sin
esperanza por el propio dolor. Pero se nos invita a levantar la mirada, hacia
Dios y hacia los que tenemos cerca, para pedir esa ayuda. Y ¡vaya que si llega!
Es lo que experimentamos en momentos de sufrimiento, limitaciones físicas o
temporadas donde el dolor se hace compañero de viaje. Pedir ayuda y dejarse
ayudar. El Señor también está, se manifiesta, a través de los que más nos
quieren, también en nuestro dolor.
En la segunda
lectura S. Pablo da un par de pasos más sobre el hecho de sufrir e invocar al
Señor. Dice: “me ayudó y me
dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje”. Este tercer escalón, del sufrimiento por el anuncio, nos invita a
incorporar progresivamente el compromiso por la extensión del Reino. Como a
Pablo, puede ocurrirnos que “todos nos abandonen, y nadie nos asista”.
Si esto nos ocurre
alguna vez, cuarto escalón, la esperanza y la promesa de ser premiados, nos va
a mantener firmes y con fuerza para seguir anunciando el mensaje de vida. “Ahora
me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en
aquel día”. Recordamos a los
mártires mexicanos José Sánchez del Río y 11 compañeros más, beatificados el
pasado domingo. Esa esperanza del Cielo les infundió coraje para no renunciar
de su fe, dar testimonio público de Cristo Rey y soportar los grandes sufrimientos
que les hicieron pasar.
El Evangelio nos
presenta la parábola de los dos que fueron al templo a orar. Uno lo hacía
apoyándose en sus obras, y despreciando a los demás, y sin embargo, el otro, se
reconocía pecador y sin méritos para ser escuchado. Aquí se nos está recalcando
la importancia de colocarnos ante Dios, con la verdad de lo que somos. Es una
locura pretender “comprarle favores” con cuatro cosillas, que además nos la ha
regalado Él.
Nos decía Santa
Teresa que humildad es andar en verdad. Y, cuando nos colocamos ante el Señor,
la verdad es que somos pecado y nada. La oración, resumiendo, podemos decir que
es una mezcla de reconocer nuestra indigencia pero nadando en confianza. Esta,
da gloria a Dios y no los escasos méritos que podamos presentarle. Como
decíamos al principio, con el testimonio de esa joven, aprendamos a mostrar tal
cual la pobreza y necesidad en que andamos metidos. Y al actuar así, y como a
ella, vendrá una catarata de ayuda. La necesidad conmueve el corazón, ¡y a ver
quién gana a Dios en esto!
¡Santa María!, tú
nos enseñaste en el Magnificat a colocarnos en nuestro lugar. Y también que, al
actuar así, el Señor nos va a alzar (¿cuándo, cómo?, no nos importa). Eso sí,
no nos dejes de tu mano. Aún más, llévanos en tus brazos. Y sé tú en nosotros
porque, como sabes, lo normal es que estropeemos las cosas cuando actuamos sin
ti.