Podemos comenzar nuestra oración
encomendando de forma especial el Octavario por la unidad de los cristianos en
que nos encontramos, una semana, previa a la fiesta de la Conversión de san
Pablo, dedicada a orar por la unidad entre todas las iglesias cristianas.
Este tema enlaza directamente con la
2ª lectura, donde el propio san Pablo nos invita a mirar a Cristo, y sólo a
Cristo. El escribe a los cristianos de Corinto, divididos entre los discípulos
de Cefas (Pedro), Apolo y el propio Pablo. Y parece que les dice, especialmente
a los que se enorgullecen de seguirle:
“¿Fue crucificado
Pablo por vosotros? ¿Fuisteis bautizados en nombre de Pablo?”
Y les pide:
“Que no haya
divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo
sentir”
Para orar nosotros: pidamos eso mismo
al Espíritu Santo, por intercesión de san Pablo. Hay que pedirlo, hay que
rezarlo, porque, sin darnos cuenta, se mete por ahí el enemigo, siempre,
intentando crear divisiones: en la parroquia, en el grupo, en el movimiento,
entre los educadores, en los educandos. Y para ello usa todos los resortes más
recónditos de nuestros corazones.
Por eso, ¡cuánto ayuda pedir
continuamente luz al Espíritu Santo, para que ilumine nuestro camino, para que
nos enseñe sendas de unidad, que suelen ir unidas a caminos de perdón y de
aceptación del otro!
Pero lo que más nos puede ayudar es
la cercanía del Corazón de Cristo. Por eso hoy tenemos que contemplarle
predicando en las orillas del mar de Galilea. Ha elegido ese lugar, no
Jerusalén o su entorno. Se ha ido a los que más ansiosos estaban de su palabra,
no a los que pensaban que ya lo sabían todo, también sobre el Mesías. Se ha
acercado a los más necesitados, pero no improvisando. Desde los días del
bautismo en el Jordán, donde le conocieron los galileos inquietos que habían
acudido a Juan buscando conversión y un nuevo camino, Jesús ya le había
cautivado. Ahora toma la iniciativa, cuando quiere, cuando menos lo esperan, y
se planta en su lugar de trabajo. Les llama por su nombre y les dice:
“Sígueme”.
Dejemos hoy que esta Palabra de Jesús
resuene también en nuestro corazón. Pidamos a la Virgen que nos haga generosos
en la respuesta a la llamada que Él nos hace, distinta para cada uno. Que
escuchemos bien lo que nos pide, que confiemos en que es el mismo Jesús el que
nos da la fuerza para levantarnos, dejar nuestra barca, nuestras redes o
nuestro padre, y seguirle.
Y no pensemos que nos está pidiendo
cosas extraordinarias, sino pequeñas cosas, sencillas, pero radicales, signos
para los que nos rodean cada día, que esperan de nosotros una pequeña luz,
destello de aquella luz esplendorosa que Jesús derramó por Galilea anunciando
el Reino de los Cielos y llamando a la conversión.