Hace dos días celebrábamos la
Epifanía del Señor, su manifestación a todos los pueblos, la extensión de la
salvación a todos los hombres. Con la fiesta de hoy se cierra el tiempo
litúrgico de la Navidad, pero también celebramos el comienzo de la vida pública
del Señor. Celebramos que tras 30 años de preparación el Señor por fin nos va a
dirigir su Palabra, va a empezar a instruirnos en su camino. Seguimos, en
cierto modo, celebrando esa Epifanía del Señor y así, cerrando la Navidad, la
continuamos porque hoy nos alegramos de que ese Niño que nos ha nacido quiere
tocarnos el corazón, quiere darse a conocer para entablar una relación con
nosotros.
Acerquémonos a las lecturas de hoy
con estos sentimientos. Isaías nos explica el Evangelio: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a
quien prefiero. […] No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña
cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”. Jesús aparece
públicamente ante su pueblo entre los pecadores aunque no sea uno de ellos, aparece
sin estridencias, sin imposiciones, aceptando nuestra condición porque ese es
el sentido de su Encarnación: que Dios está enamorado de nosotros. Jesús
comienza su vida pública no intentando cambiarnos sino aceptándonos tal y como
somos: pecadores, y sin querer diferenciarse de nosotros, sin blandir su pureza
frente a nuestra naturaleza manchada.
Quizá nuestra
oración de hoy pueda transcurrir acompañando este Jesús en este día, en
acercarse a sus sentimientos de humildad, mansedumbre, de afecto hacia
nosotros. Quizá sea un buen día para refugiarnos por última vez en el Portal de
Belén, de “despedirnos” de ese Niño hasta el próximo año, de ese Niño que tanto
se parece al Jesús del Bautismo: que no se distingue de nosotros, que comparte
nuestros caminos y nuestras limitaciones, que no teme ser considerado uno de
tantos.