Una vez realizado el acto de
presencia de Dios y de abandono en su voluntad, nos situamos en la dinámica de
conversar con nuestro Padre.
Ahora ya podemos comenzar a
reflexionar sobre la Palabra de Dios que nos marca siempre el camino adecuado
para nuestra oración de cada día.
No podemos dejar a un lado la
petición confiada para que este rato obre en nosotros un verdadero cambio del corazón. Esa es la
conversión a la que nos invita constantemente la Cuaresma.
Si nos fijamos en la lectura del
libro del Deuteronomio, vemos que se establece como una especie de contrato
amoroso entre Dios y el hombre:
- Dios pide cumplir sus mandatos y decretos. Se compromete a que seamos su propio pueblo.
- Nosotros nos comprometemos a aceptar lo que el Señor nos propone: y Él será nuestro propio Dios.
En este mutuo acuerdo, alianza, está
la felicidad y grandeza de cada persona y del pueblo en general.
Dado este primer paso podemos entrar
de lleno en el mandato que nos hace Jesús en el Evangelio para que “amemos a
nuestros enemigos, y recemos por los que nos persiguen”.
Parecería una exigencia
desproporcionada si el mismo Cristo no estuviese de nuestra parte para vivirla
en cada situación.
La llamada a la conversión cuaresmal
y la transformación del corazón sería mera ilusión si no caminamos hacia esta
posición de amor que nos señala el Señor.
¡Qué difícil es amar a nuestros
enemigos si Dios no está en el centro de nuestro corazón!
Pidámosle hoy en la oración a Cristo y a María que nos den la clave
necesaria para que podamos estar cercanos a todos los hombres, a los que nos
caen bien y a los que nos persiguen.