Último domingo de nuestra cuaresma.
Vamos completando ese nuevo
comienzo que así ha definido
este año el papa el camino cuaresmal: un
camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrección, la
victoria de Cristo sobre la muerte. Y
en este domingo, quinto de cuaresma, la Iglesia nos presenta el evangelio de la
resurrección de Lázaro. No se trata de la resurrección definitiva, pues Lázaro
volvió a morir, sino de un signo que se adelanta a la verdadera resurrección de
Cristo como victoria definitiva de la vida sobre la muerte. Y de la que
participará todo el cuerpo de Cristo que es su Iglesia. “Si el Espíritu de
Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos
mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11).
Lectura del profeta Ezequiel. “Os infundiré mi espíritu y viviréis; os colocaré en vuestra
tierra, y sabréis que yo el Señor lo digo y lo hago”. Y ahora, en este ratito de oración invoquemos llenos de
confianza y junto a la Virgen María al Espíritu
Santo. ¡Ven Espíritu Santo! Lléname de tu Vida, colócame –o recolócame- en
esta porción de tierra donde me has puesto y tengo que florecer. Dime Señor una
palabra tuya, a la que no sea sordo para que me haga de nuevo según tu
voluntad.
Evangelio según San Juan (Jn
11,1-45). “Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mí no morirá para siempre”.
Un poco antes de estas palabras de
Jesús, Marta la hermana de Lázaro ha dicho a Jesús que cree en la resurrección
final de los muertos, pero no en la resurrección temporal de su hermano en este
momento. A nosotros nos puede pasar lo mismo, que creamos más en la fe del
“credo” que en el poder de Dios sobre nosotros en este momento, en las
circunstancias por las que pasamos. Tal vez de enfermedad física o moral.
¿Creemos realmente que Jesús nos puede curar de todas nuestras enfermedades?
¿De las físicas, de las psicológicas, de las morales y de las sociales? Hagamos
ahora un acto de fe en Jesús: ¡creo Señor en tu amor para conmigo, creo en tu
poder sobre la vida y la muerte, creo que todo lo que pides al Padre te lo
concede! ¡Creo Señor, pero aumenta mi fe!
“Entonces, Jesús rompió a llorar. Los
judíos comentaban: ¡Cómo lo quería!”
Ahora Jesús hace llamar a María, la
otra hermana de Lázaro y la gente al verla salir pensó que iba al sepulcro y
salieron a acompañarla. María iba llorando de pena a pesar de que según la costumbre
judía sólo los tres primeros días estaban dedicados a las lágrimas y ya estaban
en el cuarto, esto hace suponer que Lázaro era un chico joven y que estaban los
tres hermanos muy unidos afectivamente. Cuando María llegó a donde estaba Jesús
se echó a sus pies y Jesús al verla llorar rompió a llorar. Y los judíos
comentaban: ¡cómo la amaba! Esta es una de las escenas más bellas del evangelio
porque nos muestra la humanidad de Jesús, Santa Teresa diría la humanidad
sacratísima. A ella le ayudaba
mucho contemplar a Jesús así, muy humano, pues decía que no somos ángeles, sino
que tenemos cuerpo y que Jesús nos acompaña siempre: “en negocios y persecuciones y trabajos… y en
tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo, porque le miramos hombre y
vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía” (Vida 22,10) Y recuerda también, por ejemplo, la
afirmación de Jesús: “Quien
me ha visto a mí ha visto al Padre”. En estas lágrimas de Jesús
quedaron santificadas todas las lágrimas que nacen del amor y del dolor humano. “Has enjugado las lágrimas de tu
pueblo” (Is 25,8).
Y terminemos nuestra oración con
afecto de agradecimiento. ¡Cuánto bien recibido de lo alto! Lázaro fue devuelto
a la juventud y su hermana llena de agradecimiento derramará sobre Jesús una
libra de un perfume de nardo puro, carísimo, con el que ungió sus pies y los
enjugó con sus cabellos, llenándose la casa de un agradable olor. Si eso hizo
María con Jesús, ¿qué puedo hacer yo? Acaso el Señor no me ha devuelto la vida
cientos de veces…