23 abril 2017. Domingo II de Pascua o de la Divina Misericordia (Ciclo A) – Puntos de oración

En la presencia de Dios preparamos nuestra oración en esta octava de Pascua. Somos conscientes de nuestra incapacidad para creer, como le pasó a Tomás, si el Maestro no se apiada de nosotros. Vamos a contar con la Madre para alcanzar la gracia que nos sugiere S. Ignacio en éstas meditaciones pascuales; “pedir gracia para me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor”.
Nos dejamos llevar, al compás de la liturgia, para profundizar y vivir este día en que actuó el Señor.
Como primeros frutos de la resurrección de Jesús, la primera lectura de los Hechos hace alusión, hasta en seis ocasiones, a la comunióncon expresiones como “juntos, vida en común, unidos….”. Y lo que esto suponía de testimonio: “estaban impresionados, eran bien vistos…”. Parece por tanto que ésta gracia del resucitado se derrama en familia y puede tener abundante fruto apostólico.
Estos primeros momentos, vividos tras los tremendos acontecimientos de la crucifixión y muerte del Señor, muestran esa limpieza de vida, ir todos a una, ese entusiasmo y desprendimiento “y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno”. Estas “credenciales” de la fe encarnada, son atractivo para los corazones que buscan una razón de vivir, una familia donde ser acogidos donde los más pequeños son apoyados por el grupo. Esto, de alguna manera, lo hemos experimentado en ciertos momentos en el Movimiento de Santa María y ¡cómo nos ha enganchado, qué felices hemos sido! Digo mal, podemos seguir siéndolo.
El Salmo, como eco de los duros momentos de la cruz, ensalza la misericordia por la que hay que dar gracias a Dios. Aun recordando “cómo los enemigos empujaban para derribarme”, la resurrección y la victoria de Cristo sobre el pecado, tienen la última palabra. El Hijo de Dios, oculto (por humilde) para los entendidos del pueblo de Israel, antes humillado y triturado, resulta que ahora el Padre lo ha ensalzado y    ¡con cuánto fruto! Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
En la segunda lectura, es llamativo cómo S. Pedro, después de su experiencia de fracaso, nos exhorta a la confianza en Cristo resucitado, pues nos trae esperanza. Nos anima a tener presente la herencia que no se corrompe (el Cielo) ya que, entretanto, la fuerza de Dios nos custodia en la fe. “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación. Llena el corazón de gran alegría escuchar  sus consejos: “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación”.
Por último, vamos a detenernos un momento en el evangelio de este domingo. Y vemos a Jesús intentando consolidar la fe de los suyos, se llenaron de alegría al verlo. Y es bonito observar cómo se presenta: Paz a vosotros. Luego les enseña sus manos y el costado. Esto me hace pensar que  la referencia a la Pasión es un testimonio en adelante de la veracidad de su gloria “ved que soy yo” Aunque tanto bien recibido no es para guardarlo sino que “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Ahora ya sabemos que vamos a necesitar al Espíritu Santo para que nos ayude, primero a creer y vivir la fe en Jesús en familia y, luego, para llevarlo a otros desde esa referencia de vida a la primera comunidad de creyentes; con entusiasmo, desprendimiento y generosidad con los necesitados.
Aunque contrasta en todo el relato la actitud de Tomás. Primero estaba ausente y luego exigiendo tocar las llagas de Cristo para creer. No podemos menos de enamorarnos de este Cristo que se abaja de nuevo ante “este duro de mollera”. «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.».

            No olvidamos a la Madre que también lleva las marcas de la Pasión: ojeras, arrugas profundas y pelo, si cabe, más encanecido. Esto por fuera. Pero su interior trasluce una capacidad de sufrimiento inusitado, una disposición a la acogida sin límites, un silencio con capacidad de escucha y dulzura de trato que cautivan al que se acerca. Quizás no podamos meditar nada de la resurrección si no es apoyando nuestra cabeza (inclinar nuestra razón), ante el corazón de la Madre más amante. De hecho, recibió este mandato junto a la cruz; “he ahí a tu hijo”.

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