Hoy el Señor nos conmina a la
reflexión sobre nuestra fe en el Evangelio, sobre el calado de la fe en nuestra
vida. Es un verdadero alegato que, introducido por la lectura de la súplica de
Moisés por su pueblo y por el Salmo que clama misericordia, revuelve la
conciencia del cristiano. Pongámonos en la presencia de Dios, invoquemos al
Espíritu, serenemos el corazón y dejemos que este texto del Papa Francisco nos
dé luz hoy sobre este Evangelio.
“La mundanidad espiritual, que se
esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia,
es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar
personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que
creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la
gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus
propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de
acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista.
Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta
con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la
Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad
simplemente moral».
Esta oscura mundanidad se manifiesta
en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de
«dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la
liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles
que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las
necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte
en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad
espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales
y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en
un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial.
También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en una
densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones. O bien se
despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas,
planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo
de Dios sino la Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el
sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos
elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas
multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute
espurio de una autocomplacencia egocéntrica.
En este contexto, se alimenta la
vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser
generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón
que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos
expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados!
Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de
sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el
servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor
de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre «lo
que habría que hacer» —el pecado del «habriaqueísmo»— como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra
imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro
pueblo fiel.
Quien ha caído en esta mundanidad
mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a
quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona
por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado
de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de
sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda
corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en
movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los
pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o
pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro
del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos,
escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el
Evangelio!”