Que todas mis acciones, intenciones y
operaciones, sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su Divina
Majestad.
Guardo un momento de silencio
interior al inicio de este encuentro con Cristo resucitado, para dejar que la
alegría de la Pascua inunde mi alma. Mi Señor estaba muerto, y ahora vive para
siempre: Dios nunca defrauda, aunque a veces sea crucificado (también) en mi
vida por el pecado o la fuerza del mal.
El evangelio de hoy habla de una
escena cotidiana (el trabajo) en la que los apóstoles están “echando el día”.
El Señor resucitado se les aparece, pero ellos siguen buscándolo muerto y
vencido. No son capaces de reconocerlo, porque Jesús ya ha triunfado de esas
heridas de muerte en las que ellos siguen instalados.
Para reconocer al Señor en nuestra
vida, nosotros al igual que los discípulos, tenemos que dejar atrás esas
heridas de muerte, y elegir la vida, optar interiormente por el triunfo del
Resucitado en nuestras historias. ¿Cómo reconocer al Señor resucitado si lo
buscamos entre nuestros cadáveres (miedos, rencores, tristezas, victimismos,
melancolías…)? Precisamente porque Cristo es más fuerte que todos esos
cadáveres, es necesario dejar que los muertos sean enterrados, para seguir
libres interiormente al Señor de la Vida.
Decía John Henry Newman, a propósito
de la exclamación de san Juan “¡es el Señor!”:
Nosotros somos lentos en darnos
cuenta de esta gran y sublime verdad que Cristo camina aún, de cierta manera,
en medio de nosotros, y con su mano, su mirada o su voz nos hace señas para que
le sigamos. Nosotros no comprendemos que esta llamada de Cristo es una cosa que
se realiza todos los días, tanto ahora como en el pasado. Creemos fácilmente
que era común en los tiempos de los apóstoles, pero no lo creemos posible
cuando nos concierne, no estamos atentos a buscarle cuando se trata de
nosotros. Ya no tenemos los ojos para ver al Maestro- al contrario que el
apóstol amado que pudo reconocer a Cristo, aun cuando los demás discípulos no
lo reconocían. Y sin embargo estaba allí, de pie en la orilla; era después de
su resurrección, cuando estaba ordenando de echar la red en el mar; fue
entonces que el discípulo que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el
Señor!»
Lo que quiero decir, es que los hombres que llevan una vida de creyentes perciben de vez en cuando las verdades que todavía no habían visto, o sobre las cuales su atención jamás había sido atraída. Y de repente, se elevan hacia ellos como una llamada irresistible. Sin embargo, se trata de verdades que comprometen nuestro deber, que toman el valor de preceptos y que exigen la obediencia. Es de esta manera, o por medio de otras formas, que Cristo nos llama ahora. No hay nada milagroso o extraordinario en esta manera de hacer. Cristo actúa por medio de nuestras facultades naturales y de las circunstancias mismas de la vida.
Lo que quiero decir, es que los hombres que llevan una vida de creyentes perciben de vez en cuando las verdades que todavía no habían visto, o sobre las cuales su atención jamás había sido atraída. Y de repente, se elevan hacia ellos como una llamada irresistible. Sin embargo, se trata de verdades que comprometen nuestro deber, que toman el valor de preceptos y que exigen la obediencia. Es de esta manera, o por medio de otras formas, que Cristo nos llama ahora. No hay nada milagroso o extraordinario en esta manera de hacer. Cristo actúa por medio de nuestras facultades naturales y de las circunstancias mismas de la vida.
Dejo que esto cale en mi vida de
creyente…
Termino la oración con un coloquio
íntimo con Cristo resucitado…, dejando que el gozo de la Resurrección se cuele
en mi vida, ilumine nuestras pescas y nuestras vidas…